Capítulo XVI 

 

Las dos manadas

 
 

           Tardía, pero al fin, llegó la primavera, el tiempo de la hierba nueva y de las crías. La loba del Blanquino tuvo esta vez una abundante camada de siete cachorros. Pero la sorpresa se produjo en Tari. Una jovencísima hembra también parió lobeznos. Sabían los hombres que en las manadas de lobos, tan sólo el macho jefe y la hembra dominante se apareaban. Eran los únicos que procreaban. Sabían asimismo que habían de pasar más de tres inviernos para que los lobos padrearan y al menos dos para que las hembras entraran en celo. Pero en la Roca aquella ley se había roto. El macho, el cachorro vivo de la hembra que mató el leopardo, pasaba apenas de los dos y la hembra no tenía más que uno. Además, bien lo habían visto, esos lobos se sometían al Blanquino cuando estaban en campo abierto.

           Pero la ley de los lobos se había roto. Los que vivían en Tari obedecían, ante todo, a los hombres. Ellos eran quienes les cobijaban, quienes les alimentaban y, aunque se mostraran sumisos ante el gran macho, a quienes en realidad obedecían era a sus amos humanos. Y sus hijos, los pequeños y renegridos lobeznos que la loba parió justo en un pequeño recoveco casi al lado de la caverna de los chamanes, ya nacían en el poblado de los hombres, sometidos a las leyes de los hombres que no eran las leyes de los lobos.

           La noticia fue recibida con alborozo. Casi nadie rechazaba ya a los lobos en la Roca y todos querían tener uno. Sin ellos, más niños, más mujeres, más ancianos hubieran muerto en el gran frío. Habían sido una gran ayuda y los fuegos que carecían de su apoyo quienes peor lo habían pasado.

           Entre los del poblado y los que cuando se destetaran arrebatarían a la arisca loba del Blanquino habría en esta ocasión para todos, aunque la jovencísima loba apenas si pudo sacar adelante a dos de su exigua camada.

           La primavera fue, pues, aquel año en Tari dedicada en buena parte al adiestramiento de los cachorros. Cada cazador tuvo adjudicado el suyo, excepto el precursor, que continuaba fiel al Blanquino, que seguía libre y sin ascender jamás al poblado, y a su primer hijo, el que había criado en la cabaña. La loba les acompañó, esquiva y distante por un tiempo, emparejada con el macho líder, pero, tras quitarle sus cachorros, no apareció más. Quizás se hubiera ido con los badielinos, aunque aquello le parecía en exceso raro al hombre de Tari o tal vez hubiera sufrido algún percance en sus cacerías solitarias y hubiera muerto. Pero no vieron rastro de ella, ni encontraron osamenta de lobo ninguna en los territorios de campeo.

           —La arisca se ha ido. Ya no viene con el Blanquino ni contigo —observó el jefe al hombre joven de Tari.

           —Mejor así. Adiestrar a los cachorros estando ella hubiera sido más difícil.

           —Pero tu lobo se ha quedado solo.

           —Ya buscará él hembra si quiere. Es fuerte. El más fuerte de todos.

           Cazaron mucho aquel año los hombres y los lobos. Llenaron sus despensas, el campamento en lo alto de la Roca olía de continuo a carne ahumada. No querían que otro invierno como el anterior les sorprendiera.

           El jefe empezó, por entonces, a salir menos encabezando las expediciones.

           El joven comenzó a sustituirle cada vez con mayor frecuencia y nadie se opuso a que lo hiciera. Había demostrado su valía trayendo carne cuando fue más necesario y era quien había amansado a los lobos. Ni siquiera el cazador, o quizá el que menos, que había recibido su lanzada cuando intentó arrebatarle su hembra, levantó su voz contra él en el círculo de la hoguera.

           Fue él quien propuso adentrarse de nuevo por las estepas hacia las montañas Azules. Aquí sí hubo resistencia. Estaba viva la memoria de la muerte de cuatro cazadores. Se opuso incluso el viejo jefe. Pero su voz quedó acallada.

           —Nuestros cazaderos a este lado del río están cada vez más agotados.

           —La nieve ha hecho que allí crezcan los mejores herbazales. Las manadas pacen allí.

           Lo decían los más jóvenes y los más fuertes. Los que seguían con mayor entusiasmo al hombre de Tari.

           El viejo jefe aún intentó resistir.

           —No es prudente. Podemos ir estepa adelante, pero únicamente hasta los últimos desfiladeros de los ríos que bajan de las montañas. Más allá hay otros hombres que cazan. Fue hace sólo tres tiempos del hielo cuando murieron los nuestros. Ellos les mataron. Ellos no vienen. No vayamos nosotros.

           —Allí está la caza grande. Hay bisontes, que aquí nunca llegan. Allí hay más cabras y rebecos. En esos ríos hay más truchas. Con nuestros lobos somos ahora más poderosos que ellos. Nos tendrán miedo.

           Los jóvenes, liderados por el hombre de Tari, se impusieron. El viejo jefe lo único que consiguió fue que la mitad de los cazadores se quedara en la Roca y que no fueran ni muchachos ni mujeres.

           Partieron, en una hilera orgullosa, flanqueados por sus animales que trotaban a su lado. El hombre de Tari iba delante y más adelantado iba su lobo.

           Cruzaron su río, se adentraron por la estepa alomada. Cazaron sólo para comer. Cargarían los morrales a la vuelta. Hicieron fuegos de humos altos y no se ocultaron. Ascendieron aguas arriba de un fresco río cuya transparencia permitía ver las piedras del fondo y a los huidizos peces incluso en las pozas hondas. Pescaron truchas y cangrejos y vieron que las laderas de los montes estaban llenas de jaras de flores blancas. Atravesaron un angosto desfiladero y remontaron luego hacia lo alto para encontrarse en sombríos bosques de árboles muy diferentes a los suyos, los unos con hojas como agujas y los otros de cortezas blancas, los abedules, que en su territorio escaseaban.

           Ascendieron una gran montaña y al otro lado vieron grandes praderías donde las manadas pastaban, y eran tantos los caballos y los ciervos y los rebecos y las cabras que no había dedos entre todos para contarlos. Vieron una especie de uros de cuernos más pequeños y jorobas, y uno de los veteranos los nombró como bisontes. No llegaron a ver renos.

           Más allá había otras montañas todavía más altas, donde aún permanecía la nieve.

           Pero el hombre de Tari dijo que era momento de cazar y de volver. Capturaron muchos animales con sus lobos. Aquellas manadas no estaban acostumbradas al acoso de hombres y lobos combinados, y las vacadas y los caballos hacían frente a los cánidos y daban tiempo a que los hombres los alancearan. Cuando ya no quedó macuto que llenar e incluso cargaron en largos y fuertes palos que portaban a hombros entre trozos de reses despedazadas, emprendieron el regreso.

           Esta vez hicieron menos fuegos de humos altos y quisieron apresurarse al menos hasta llegar a las lomas que insinuaban ya las planicies y llanuras hasta el lado norte de su río.

           Fue en campo abierto cuando vieron llegar a los otros hombres.

           Venían también al descubierto y sin ocultarse. Eran más, casi dos por uno, y llegaban desplegados. Los de Tari dejaron sus cargas en el suelo, cerraron sus filas y con los lobos sujetos les esperaron.

           Los otros hombres se pararon. Señalaban a los lobos y blandían lanzas. Pero ninguna arrojaron. Después, dos de ellos se adelantaron. Gritaron en voz extraña, pero las palabras grandes se entendían.

           Les decían que se marcharan.

           El hombre de Tari aceptó con voces y con gestos. Los otros hombres gritaban que no volvieran nunca y los que estaban detrás prorrumpieron en un clamoreo de amenaza agitando sus armas y haciendo gestos de clavarlas.

           El hombre de Tari voceó que marcharían y que no regresarían nunca. Los dos hombres que habían avanzado volvieron con los suyos y desde allí les hicieron gestos de que se alejaran, mientras permanecían inmóviles. Los cazadores de la Roca volvieron a cargarse a hombros su carne y comenzaron a andar, con el hombre de Tari retrocediendo con el lobo blanco al lado, sin dejarles de plantar cara, hasta que ya sus figuras apenas se distinguieron sobre la loma.

           Luego avivaron el paso. Cuando las sombras cayeron, ya estaban en medio de la estepa, y agotados por la carga e impedidos de caminar rápido en la oscuridad sin luna decidieron acampar en un pequeño altozano.

           —No nos han perseguido —quiso creer uno.

           —Vendrán, no van a dejar que nos llevemos su carne —dijo el joven jefe.

           —Tendrán miedo a los lobos y no vendrán —quiso seguir creyendo el otro.

           —Haced fuego, que crean que paramos. Dejaremos los palos con la carne, sólo nos llevaremos los morrales cargados. Tenemos que ir deprisa. Pero no nos iremos todos.

           Los más débiles y cansados fueron los que antes se pusieron en camino. Los más fuertes con casi todos los lobos encendieron hogueras y aguardaron.

           Era poco antes del alba cuando los lobos avisaron de que los enemigos se acercaban. Unos hombres solos no hubieran sabido dónde estaban hasta tenerlos casi encima. Pero el olfato de sus animales les dio toda la ventaja. Y sus colmillos en la noche sembraron el pánico.

           El hombre de Tari y los suyos atacaron el flanco de los que llegaban. Lanzaron sus venablos con gran griterío, los lobos se abalanzaron sobre algunos que habían caído. El hombre de Tari seguido del resto y llamando a los lobos corrió a la oscuridad y se perdieron todos en ella. Al mirar atrás vieron a los otros hombres en el altozano agitando las lanzas, pero las bajaron pronto y corrieron hacia el costado de la pequeña colina de donde llegaban los gritos de los heridos.

           Y ya no les persiguieron. Ni ese día ni al otro los divisaron tras ellos. Cuando ya hubo luna que iluminaba la noche, llegaron a su río y muy ufanos alcanzaron Tari. Contaron en la gran hoguera su hazaña mientras comían bisonte. Pero el viejo jefe estuvo hosco y preocupado y el joven jefe de Tari comprendió su ira y lamentó su propia soberbia. Ellos habían ido, herido y tal vez matado a los otros hombres. Un día los otros también vendrían.

 La sangre
 
 

           Todos los seres que caminan mueren por la misma sangre. El hombre, el lobo, el león, el jabalí, el caballo, el bisonte, el ciervo, el corzo y la cabra. Cada sangre tiene y trae una muerte y algunas no son mortales. El cazador debe saber, ante todo y sobre todo, de la sangre.

 

           La sangre más clara, espumosa y con grumos, alegrará al que la persigue. Lleva una muerte rápida y cercana. La herida es de pulmón. La sangre que se encuentra a media altura en el matorral descubre dónde se clavó la lanza. Se clavó alta. Es bueno. Pero si es limpia, puede ser un venablo trasero en la grupa o en el jamón. La perderemos pronto. Si en ella hay suciedad y hasta restos de hierba digerida, nuestra presa está empanzada. Morirá, pero es mejor apresurarse, perqué puede irse tan lejos que nunca la encontraremos. Y se perderá su carne para todos, excepto para el buitre.

 

           Si la sangre salpica, es porque sale como un chorro. Ésa es delantera. La lanza ha entrado bien y roto los veneros. Vayamos despacio, estará muerto a nuestro lado.

 

           Otra es la sangre que encontramos en el suelo cuando el que acosamos se ha parado. ¿Por qué pezuña le cae hasta la tierra? Hay que saberlo. Si es por la delantera, alegraos; si es por la trasera, prepararos para una larga persecución y poned en su huella a vuestro lobo.

 

           La sangre herida fuertemente camina hacia abajo. Cuando remonte laderas o suba por collados, sabed que os será muy difícil alcanzarla. Pero si desmaya y busca descendiendo su camino de huida, es señal de que está perdiendo sus fuerzas. Buscad hacia los lugares fangosos y con barro. Allí irán a buscar alivio y a taponarse las heridas. Si veis que hacia un lugar así se dirigen tambaleantes, no los persigáis, no los acoséis de inmediato. Si se echan, puede que ya no se levanten. Dejadles que tengan tranquilos su muerte. Dadla con respeto. Rematad rápido. Si podéis elegir entre a quién dar muerte, dadla al macho. La hembra es otras vidas. No matéis a la hembra vieja, de ella depende la manada.